martes, 17 de julio de 2012

Pesadilla

- Lo siento.

Se levantó, besó su frente y se marchó. Ella no podía moverse, no podía respirar, no se lo creía. Pasó horas en la misma posición, fumando, pensando y llorando sin emitir sonido alguno. "Lo siento", esas habían sido sus últimas palabras, su única explicación. Todo se había acabado y ella aún no sabía ni por qué. Miró a su alrededor y su angustia se hizo aún mayor. Sus libros colocados de cualquier forma en la estantería del salón, una foto de sus primeras vacaciones juntos, el cuadro apoyado en la pared que él nunca había tenido tiempo de colgar y que ya formaba parte de la curiosa decoración del salón. Se levantó secándose las lágrimas y deambuló por la casa admirando todo como si fuera la primera vez. Unos calcetines horribles junto al cubo de la ropa sucia, una nota olvidada junto a la nevera escrita por él. "Compra huevos, esta noche ¡creps!" ¿Qué importaban ya las malditas creps?

Volvió arrastrándose al sofá y se tapó con la manta. Oh, no, aquella manta se la había regalado la primera navidad y era su favorita. Aún olía a él, y eso le dolía. Siguió llorando toda la noche, hasta que llegó el día y le recordó que tenía que volver a su rutina, esa que tanto le gustaba. Con los ojos hinchados se levantó del incómodo sofá que ya nunca cambiarían, se dirigió al baño como una autómata y se duchó. Se vistió y se maquilló para tapar sus ojeras, pero sabía que no podría engañar a nadie, era demasiado transparente. ¿Cómo había sucedido? Eran felices, ella lo sabía, todos lo sabían. Cuando alguien le preguntaba si era feliz, ella se limitaba a sonreir y a mirarle a él llena de ternura y amor. ¿Desde cuándo había estado engañada pensando que él sentía lo mismo? "Lo siento", esas dos palabras se clavaban en su mente haciendo que se retorciera de dolor a cada segundo. "Lo siento", "lo siento", "lo siento". ¡Y una mierda! Ése era el problema, que él ya no lo sentía.

Pero la vida sigue para todos, nos guste o no. Al principio no hubo llamadas, ni mensajes, ni nada. Él parecía haberse esfumado, no sabía ni dónde estaba, ni qué hacía, nada. Estuvo tentada durante meses a presentarse en su trabajo, aunque sólo fuera para verle en la distancia, pero sus amigas, leales e incluso agresivas, se lo impedían. Hasta que dejó de ansiar verle, saber de él, pensar en él. Se limitaba a ir temprano a trabajar y salir tarde, y los pocos ratos ociosos que tenía los empleaba en salir a emborracharse con cualquier excusa. La vida sigue.

Aquel día llegó a casa pronto, su jefe había salido antes de tiempo y ella se las ingenió para salir antes de su hora, tenía mucha ropa por planchar y esa noche echaban una buena peli en la tele. Entró en el portal y fue hacia el buzón, a sacar toda la propaganda antes de que el buzón dijese "ya no más" y acabara arrancando la puerta. Agarró los sobres y panfletos y un trozo de papel arrugado se deslizó lentamente hasta el suelo. Lo recogió sin mirar y subió a casa, dispuesta a introducirse en el maravilloso mundo de los sillones de masaje, las enciclopedias encuadernadas y los relojes de oro a precio de Casio. Se tumbó en el sofá y entonces fijó su mirada en el papel arrugado. Un mal presentimiendo se apoderó de ella, y con una mezcla de temor y curiosidad lo abrió lentamente. "¿Sólo te dije lo siento? Siempre he sido un imbécil, hasta para eso. Te llamo esta noche a las diez. P."

El corazón se le aceleró y sus ojos se clavaron en ese reloj tan freak que ella le compró una de las primeras veces que discutieron. Quedaban 15 minutos para la hora señalada. Se encendió un cigarro, luego otro, y otro más. ¿Qué debía hacer? Antes de poder pensarlo, el teléfono sonó. Era él.

- Hola.
- Hola.
- Pensaba que no lo cogerías.
- Yo también pensaba que no lo iba a coger. 
- ¿Cómo estás?
- ¿Tú qué crees? Me abandonaste sin darme siquiera una explicación.
- Tenía que hacerlo, en ese momento pensé que era lo mejor para los dos.
- ¿Y ahora?
- Sigo pensando lo mismo.
- ¿Y por qué me has llamado?
- Que piense lo mismo no significa que esté orgulloso de cómo lo hice. Lo siento.
- No vuelvas a decir esas dos palabras. No tienes ni idea de cuántas veces te he recordado diciendo eso mismo, ni te imaginas el dolor que me provoca el volver a escucharlas viniendo de ti.
- Yo...
- No sabes nada, Jon Nieve.

Ambos sonrieron, con tristeza y añoranza, por lo que fueron tiempos mejores. Quedaron en verse para hablar una semana más tarde en un café en el que nunca habían estado. Ella quería evitar evocar algún recuerdo, ahora que estaba claro que todo había acabado. Por fin.

Llegó 10 minutos tarde, ya estaba harta de ser puntual. Él la esperaba en una mesa al fondo de la barra. Sonrió, y pareció que sus ojos se iluminaban. Pidieron dos cafés, y hablaron un rato del trabajo, pero no estaban allí para eso, y conforme se acercaba el momento, el ambiente se enrarecía.

- En cuanto tenga espacio donde meter las cosas iré a casa a recoger todo. Hay algunos libros que necesito.
- Vale, está bien. ¿Puedo pedirte algo?
- Claro, adelante.
- Me gustaría quedarme con tu sudadera de las tortugas.
- Sabes que es mi favorita.
- Pero también es mi favorita. 
- Vale, está bien.
- Gracias. Llámame cuando vayas a venir, no quiero estar allí cuando lo recojas todo.

Sin decir nada más, se levantó y se fue. Salió a la calle y aspiró profundamente. Su mano temblorosa buscaba el paquete de tabaco dentro del bolso. Se alejó rápidamente de la cafetería, paseando sin rumbo por las calles de aquella ciudad que un día había sido extraña para ella, pero que él la hizo suya. Le había enseñado todo sobre aquella ciudad que adoraba, y ahora volvía a sentirse extraña allí. Ya no tenía nada que pudiera atarle a aquella ciudad. Quizá se marcharía, quizá empezaría una nueva vida en otro lugar. O quizá ya estaba tan enamorada de esa ciudad como lo había estado de él. Se detuvo frente al paseo marítimo y se sentó en un banco. Y lloró.


Despertó sobresaltada, temblorosa y con el cuerpo empapado en sudor. Estaba llorando y las sábanas se le habían pegado al cuerpo. Sentía el calor de la cama, pero tenía frío. Se volvió confusa y tropezó con algo, un cuerpo inerte acostado a su lado. El corazón le dió un vuelco y alargó la mano como si de un espejismo se tratara. Él dió un respingo y la miró extrañado.
 
- Pequeña, ¿estás bien? - ella no pudo reprimir una sonrisa, y besó tiernamente sus labios.
- Estoy mejor que nunca.

Se abrazaron y volvieron a tumbarse en la cama, acurrucados. Todo había sido una pesadilla.

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